sábado, 2 de octubre de 2010

Romeo


La última noticia que tuve de Anís fue que mi padre se lo llevó a algún sitio luego de que se quemó por accidente y regresó sin él. Anís era amarillo, igual que Romeo. Anís llegó disfrazado de regalo de cumpleaños, a Romeo lo elegimos de una camada de tres gatos silvestres. Romeo parecía un gato como muchos hasta que vimos su cara: Sus ojos apenas brillaban.
Han pasado tres semanas. P., mi hija, y yo aprendimos a prepararle la leche y alimentarlo con biberón. Romeo contuvo sus amenazas hacia nosotros y comenzó a seguirnos, a esperarnos en la puerta después de escuchar nuestra camioneta y aprendió a subir escalones. Ganó peso y logró que Nana, nuestra Xolo de diez años, dejara de ensuciar la lavandería con su bilis verdosa luego de escuchar sus maullidos. Sus ojos no mejoraron.
Hoy estoy frente a una niña de cinco años que lo abraza y lo tranquiliza en el camino de ida hacia el médico. Durante una corta consulta el médico nos ha dicho que nació sin párpados, que no tiene cura y que perderá la poca vista que le queda. Ha recomendado esperar dos meses para retirarle los ojos. Nos despide en silencio.
Conduzco de vuelta por la carretera. Es un día hermoso, en una semana P. cumplirá años y faltan detalles de supervisar. La luz, cómo trepará sin luz…Romeo pronto no verá nada y yo lo habré llevado para que le borren el sello distintivo de su especie: sus ojos rasgados. Romeo ajeno a todo se acurruca en el regazo de P. mientras siento como se llenan mis ojos de lágrimas. Este no es el ejemplo que debía darle a P.
No podía más, sonreí al salir de la clínica veterinaria mientras nos miraban los dueños de una vieja cocker café y una chica con un pequeño labrador blanco enternecidos por P. cargando a Romeo, todos tratan de entender cuál es su problema y un chico alcanza a distinguir “¿sus ojos verdad, tiene algo en los ojos?”. Quise responder con mi acostumbrada ironía “no, algo es lo que no tiene” pero no pude. Apresuro la salida con P. detrás que camina lento para no asustar a Romeo. Los autos de la calle acotan mi desazón. Nos vamos.
P. le explica en el asiento de atrás con infantil convencimiento “todo esta bien Romeo, nada te duele, nada te va a pasar: solo te quedarás cieguito”. Allí estaba yo veinte años después tratando de entender qué debería hacer, tratando de explicarme lo que no podía. Tratando de no recordar a Anís, a mi padre y su incapacidad para verlo mientras yo le aplicaba la pomada a su carne viva y le ayudaba a llegar a la arena. Hoy es uno de esos regresos. Soy mi padre imposibilitado para aceptar una desgracia. El rencor que le guardé por años hoy me conmueve. Yo quiero a Romeo y a P., pero entender por qué Romeo llegó a nuestras vidas llevará tiempo. Entender la conducta de mi padre tardó veinte años. La vida de Romeo en nuestra familia hoy inicia y frente a mi hija debo aprender a explicar que su gato se quedará ciego, que no hay cura. Que igual que su abuelo que la dejó hace un año hay cosas que no se curan con rezos porque no depende de nosotros. El próximo gato dibujado con crayola seguro tendrá un parche.

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