viernes, 4 de marzo de 2011

Pubertad



Desde que tengo memoria quería crecer y ahora me asusta la idea de quedarme a oscuras y esperar el alba eternamente. Pasan tantas cosas al mismo tiempo debajo de la piel: Todo se agita, crece, se pudre, se reconstruye, florece. Afuera los ciclos de día y noche agotan el pasto mientras el Sr. Tiempo se dora la espalda con bronceador.
Cuando P. cumplió cinco años inició con la costumbre de recitar sus hazañas a nuestra única familia de vecinos y luego -en privado- se convierte en una bebé que se chupa dos dedos de la mano mientras ve leones devorar zebras en la Tv. Romeo en cambio duerme en su almohadón cada noche y le tiene sin cuidado balbucear.
Hace unos días descubrimos que la curiosidad lo tiró de la cola y no pudo sujetarse al canasto. La tía pubertad hizo un silencioso arribo y le entregó el pasaporte para salir de nuestras fronteras.
Romeo debería entender que se puede ser una ballena, un ave o una hormiga; lo único que no podemos ser es nosotros mismos dentro de 40 años, o recordar lo que nos hacía reír a los cinco. Si tan solo el Sr. Tiempo le explicara que debe tener cuidado con las prisas por crecer.
Entiende esto Romeo: “A los cinco años puedes jugar a ser adulto, a los 30 serás grande para siempre”.

Durante las salidas al colegio P. y Romeo adquirieron la adulta costumbre de despedirse al pie de la camioneta como un par de caballeros que se despiden, y uno aborda un carruaje. Romeo la sigue hasta que sube, se abrocha y saca la mano por la ventana mientras él la mira sentado a una distancia segura esperando mi reversa.  Este ritual se ha repetido por semanas con ligeros ajustes de tiempo, risas, o mis reclamos para apresurar su solemnidad. Luego, al regresar por la noche, P. y yo vemos a Romeo esperándonos trepado en un pequeño muro al pie del portón y la solemnidad regresa.
Ocurrió una de esas noches que al volver el muro estaba vacío. Nada indicaba que Romeo se encontrara cerca y su cascabel no se escuchaba a lo lejos. Presintiendo lo peor pedí a P. que me esperara en casa y fui a buscarlo acompañada de la mas absoluta oscuridad.
Le llame, palmoteé, silbé. De pronto escuché un tenue llamado del otro lado de la cerca de púas, justo en la propiedad del vecino fantasma. Como no podía adentrarme en la hierba regresé sobre mis pasos y llamé a P.
Ella salió corriendo sosteniendo una desbocada linterna y detrás de ella el Sr. O quién no quiso perderse el espectáculo de ver a Romeo en un verdadero aprieto. Llegamos al lugar y al iluminar las sombras del otro lado descubrimos con sorpresa un Romeo agotado, con el pelo pegado en puños y sin voluntad para moverse.
Como tengo experiencia para escurrirme por debajo de las cercas logré colarme con facilidad. Llegué a él y lo sostuve con cuidado para llevarlo a casa. Parecía haber tenido un muy mal día. Por su apariencia habría jurado que soltaron al perro labrador y éste le había explicado algunas nuevas reglas.
Esa noche lo bañamos y secamos con cuidado. Mientras lo aseaba comprobé su dolor interno y recordé mi niñez cuidando a otros gatos. Mi memoria abría la puerta y dirigía mis manos para atender un Romeo maltrecho. Al terminar la faena durmió en almohadón y le contamos un cuento... Nuestro adolescente era de nuevo un bebé que estaba a salvo.
Con el incidente nuestra rutina de esa noche cambió y entonces pedí al Sr. O su ayuda para encerrar a la Nana, dar de comer al pez y adelantar un poco la cena. Descubrí con asombro que el  Sr. O nunca había alimentado un Betta porque no encontraba la manera de abrir la pecera y yo me desesperé. ¿¡Nunca tuviste un pez?! –no-, ¿¡NUNCA alimentaste uno en tu vida?! –no-… Un instante después lo pillé con cara de niño mientras descubría que la comida flotaba en el agua. El Sr. O tenia tres años. ¿Yo? 100. 
Querido Romeo ¿qué edad tengo cuando te beso?