jueves, 21 de abril de 2011

Ser y Estar



Romeo ha empezado a desaparecer. Se pierde en un reino sin fronteras a sabiendas que nosotros no le seguiremos. Su territorio está dividido en proximidades: ser consentido, ser extrañado y ser olvidado.
Querido Romeo la distancia es el principio de los recuerdos. Cuando alguien se va mirando solo sus pasos los que se quedan caminan hacia otra dirección.

Cuando descubrí que el viejo escritorio de la habitación que ocupé en casa de mis padres conservaba recuerdos de mis otras edades me miré al espejo. Los frenillos regresaron a mi boca, mi hija no era mía y volví a sentir la responsabilidad de resguardar los libros que apilaba bajo mi antigua cama. El egoísmo me aprisionó y me obligó a mirar en mi interior. Descubrí que en esa casa ya nadie me extrañaba.
Ha pasado un día entero y de Romeo no sabemos nada. Nadie lo ha visto pero existe la certeza de que regresará. Él sigue entre nosotros. Es la primera vez que desaparece, y el reloj se detiene.
Hemos salido de la casa de mis padres y al subir a la camioneta el Sr. O y P. se despiden levantando la mano. Atrás quedan la nueva nostalgia y el viejo escritorio. El egoísmo me sigue chantajeando sentado en el hombro de mi madre.  El cinturón me sujeta a mí misma y P. me hace recordar que alguna vez lloré en un parto, que soy su madre y que para ella soy la variable que le programa dormir tranquila, o tener pesadillas por mis arrebatos. El reloj funciona de nuevo. Ahora late.
Son tres los gatos que desean estar en casa pero solo el nuestro tiene permiso.  Decidido echar a los otros del reino. ¿Y si Romeo se va? ¿Cuándo sabremos que no regresará? Una gata llora de nuevo. Ha parido y tiene hambre. Esta vez ni P. ni yo acudiremos al llamado. Solo Romeo nos hace falta.
            Hace unos días acomodando la lavandería descubrí un par de jaulas para pájaro. Allí vivieron un canario y dos loros. No los extrañaba pero recordé su canto. 

            Romeo: si decides irte no guardaré tu canasta. A diferencia de las jaulas ésta siempre ha estado abierta.
                        El Sr. O me mira y sonríe. Recuerda un chiste que me dijo ayer y lo repite para hacerme reír de nuevo. Hoy el tocino se fríe en la sartén y la cadena de palabras que me arrancó la carcajada fue aspirada por la campana de la estufa. Tengo hambre y no es broma.
            Romeo va y viene en una rutina de desapariciones. Con su ausencia llegan pequeños escarabajos negros de vientre rojo. Anoche escuché un tlacuache. En la oscuridad recordé el chiste y me río a solas porque el Sr. O ahora duerme. Afuera Romeo ilumina sus andanzas con las farolas.

          Romeo lindo, deseas ser como la luna y a mí me gusta la luz del día. Deseas ser un fantasma y yo ansío ver tu canasta ocupada cuando apago la luz. He aprendido algo Mi Romeo: Estar juntos es aprender a decirnos adiós todos los días.

lunes, 18 de abril de 2011

Diva




Resulta inexplicable entender cómo elegimos a los amigos, la blusa florida de la tienda, el nugget más dorado o el cosmético que nunca usamos. Por otro lado, hay cosas que quisiéramos hacer pero requieren permiso: Tocar el  hermoso cabello de una desconocida; preguntar al señor que elige aguacates el nombre de su maravillosa loción secreta o dar un beso al guapo que cruza la calle e irnos sin voltear. ¿Cuántas cosas se quedan guardadas en nuestros deseos?, ¿Qué pasa cuando los cumplimos?

Una tarde regando el jardín P. y yo descubrimos una hermosa gata siamesa que nos miraba bajo la vieja camioneta averiada que nos heredó el abuelo. Sus grandes ojos azules despertaron en nosotros la necesidad de agradarla. La gata respondió a nuestro bisbiseo y antes de la cena decidimos que Romeo necesitaba una amiga y ella era fantástica para vivir entre nosotros: era bella, adulta, educada y estaba perdida.
Le dimos un par de salchichas y al amanecer seguía allí. Descubrimos que Romeo le gruñía mientras comían. Seguro eran celos. Expliqué a P. que ese sentimiento se le pasaría y nos concentramos en hacer que la minina se sintiera cómoda. La llamamos Diva. Era nuestra y Romeo debería compartirnos.
A los pocos días necesité de algunas mejoras en el rancho y uno de los trabajadores me señaló secamente “esa gata tiene sarna”. ¿Pero cómo? ¿Es eso posible? ¡Si se ve fantástica! Me explicó que en la cola había un pequeño claro sin pelo y me aseguró que estaba enferma: “Seguramente por eso la tiraron”.
Yo tenía unos muy estrictos códigos de higiene y solo pensar que  la  sarna estuviera esparciéndose por el piso me provocaba rascarme la cabeza  y el cuello. Mantuve la calma mientras buscaba en Google qué era eso e-x-a-c-t-a-m-e-n-t-e. Advertí que mi botiquín no contaba con nada para esfumar a los ácaros peludos y bofos que aparecieron en la Internet. Respiré y prohibí a P. y a Romeo tocarla. ¿!Qué hacer con Romeo?! En un intento por calmar mi ansiedad agarré el bote de Lysol y rocié a Romeo por todas partes. Por el contrario, a Diva le receté Raid mata bichos en la cola. Eso alejó unas horas los cuerpecitos regordetes que talaban pelos y deforestaban mi mente.
No perdería tiempo. A la mañana siguiente llevaríamos a Diva al veterinario para que la bañaran, la desinfectaran, la vacunaran y le regresaran el pelo a la cola. Con ese espíritu al amanecer me enfundé un par de guantes para agarrarla y meterla a la caja de plástico que acondicioné para trasportarla. La caja estaba húmeda de desinfectante y luego de veinte minutos de persecución bajo el auto, Diva estaba encerrada y expectante en la parte trasera de mi camioneta.
P. estaba ansiosa por explicarle al veterinario todo sobre Diva y le pedí cantar durante el trayecto para tranquilizarla. Sintonicé música clásica de fondo e imaginé lo fantástica que se vería Diva a su regreso. Todo estaba en su sitio de nuevo.
Tomé velozmente la carretera rumbo a la ciudad y al llegar al retorno miré por el retrovisor. Quedé sin aliento: Diva había escapado de la caja y asomaba los enormes ojos por la parte trasera de la camioneta mientras P. -totalmente ajena a la escena- iba amarrada en su asiento mirando por la ventana. Pensé qué hacer pero ya debía acelerar si deseaba incorporarme de manera segura al flujo de tráileres y coches desbocados. Era mi turno para lanzarme al tráfico, y temí que mis movimientos provocaran que Diva saltara. ¡¿Debía tocarla?! Los guantes se habían quedado en casa y regresar suponía recorrer tres kilómetros antes del siguiente retorno. Para entonces Diva estaría interfiriendo entre mi pie y el freno.
Decidí que no seguiría la ruta del veterinario y atravesé la carretera en línea recta adentrándome a la zona rural. Diva tomó mal el ruido del motor y se paró en dos patas preparándose para saltar. Yo sudaba.
Dos camionetas tras de mí impedían que me frenara en el sinuoso camino, así que seguí conduciendo hasta encontrar un claro que me permitiera orillarme.
Encontré uno al llegar a un río. Las camionetas nos pasaron a toda prisa y yo bajé dispuesta a abrir la puerta trasera para dejar que Diva saliera. Los ácaros de sarna habían llegado a mi espalda, brazos e ignoraba si podría manejar sin desinfectar todo el vehiculo esa misma tarde.
Romeo lindo, perdóname por elegir yo a tu compañera.
Apenas la puerta se abrió la gata saltó hacia afuera. Dejé de verla a los pocos segundos. Era un lugar tan lejano a nuestra casa que debí despedirme de nuestro propósito de tener una hermosa siamesa de ojos enormes y sanos.
Pasado el incidente  P. lloraba por “perder a la novia de Romeo”. Nuestra manía por tener una gata bella había terminado y estaba segura que la sarna habitaba en la tierra, en el cielo y en todo lugar. La siguiente parada era la farmacia: me acababa de recetar el Lysol.
Esa noche Romeo volvió a ser el gato más cariñoso. Yo decidí que no habría otra adopción de adultos con costumbres y hábitos inciertos.  P. me dejó de hablar.
Pasaron un par de días y el trabajador me preguntó por Diva. Le expliqué que se había escapado cuando la llevaba al veterinario para atender su sarna. Él se quedó pensando y dijo: “Oiga, le chequé la cola y era una mordida”.
Romeo querido… ¡Déjame abrazarte!