lunes, 17 de enero de 2011

Requiem




Ser testigo del llamado de la sangre resulta extraño. Luego de casi cinco meses de separación, baños de burbujas y cuidados, una mañana descubrí a una gran gata pinta saltando de la canasta de Romeo seguida por un pequeño gato que reconocí al verlo. Era su hermano, y contrario a lo que hizo la aparente madre biológica que salió huyendo, él volteó y me miró con un solo ojo. Era tuerto y yo no lo sabía. El rompecabezas volvía a extenderse y ahora conocía cual de todos los gatos del barrio lo había engendrado, que Julieta estaba ciega y que su hermano era pirata. De aquella camada solo Romeo pudo ver con ambos ojos.
Esas visitas se repitieron hasta que resultó enfadoso. Reclamaban el pan de mis pollos y desplazaban a Romeo de su canasta restándole autoridad en su territorio, no lo admitiría. Tuve que entrar y mostrar mi lado hostil. Esa era mi casa, Romeo era mi GATO y ellos no eran bienvenidos aunque fueran su familia. Era un abuso, el tipo de familia arribista que yo no toleraba. P. me retaba, me explicaba que era su mami y yo era mala por querer separarlo de ella. En cierta forma tenía razón. Se lo habíamos robado.
Emprendí contra ellos una batalla en solitario abriendo repentinamente la puerta principal tratando de pillarlos, y como ello ocurrió en varias ocasiones, los seguí gritando como una bestia tratando de ahuyentarlos. Al tocar el patio mi evolución sufría un retroceso. Mi cabello enmarañado, dientes enormes y mi bello erizado me volvían temible. Mi pequeño necesitaba ayuda y mami estaba allí para defenderlo de una herencia que no había logrado borrar. Mis sonidos guturales eran tan amenazantes que me llenaban de cierta adrenalina primitiva muy gratificante, hasta que descubrí a un habitante mirándome desde el otro lado de la cerca. Seguramente agradecía que ese tipo de comportamientos estuvieran permitidos en la zona rural. Regresé a mi especie y lo saludé con la mano.
Una mañana al intentar salir deprisa rumbo a mi trabajo la chica que me ayuda con el quehacer chocó conmigo llevando una bolsa vacía de plástico en la mano. – Hay un gato muerto en el pasillo de la Naná – me dijo. Me detuve en seco. Llegué en dos pasos y al asomarme pude ver un bulto blanco extendido entre hojas, y humedad. Era Julieta.
Abrí la puerta y me acerqué a ella. Al agacharme reconocí el reiterado mecanismo que Naná usa para matar animales que cruzan su frontera. La había asfixiado. Así han terminado varios tlacuaches, tecolotes, ratas. Todos con los ojos fijos. Pero Julieta no tenía, ella no vio nada y ahora su silencio le salía del cuerpo llenado aquella mañana de tristeza. Ella había pagado el precio de acercarse a la casa.
Me pregunto si la gata pinta entendería aquello. Escuché a Romeo llamándome impedido por la puerta de malla que dejé cerrada tras de mi. Naná me miraba con las orejas retorcidas desde el extremo contrario del pasillo. Ella sabía que yo celebraba la muerte de los de cola larga y pelona, pero aquello era distinto. Las reglas en ese pasillo eran claras y ya no podía reeducar a nadie. Una rama en el árbol genealógico de Romeo había sido serruchada. ¿Habría visto la luz al menos por un instante?

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