domingo, 28 de noviembre de 2010

Julieta



La suerte a veces llega, se instala y es egoísta. Auque quisieras contagiar a otros tu bendición, te mirarán tratando de entender qué hiciste, se preguntarán por qué tú. Es casi seguro que por estar cerca de ti ella, la bendita suerte,  los descartará. Son como los árboles de un minúsculo bosque: al que le cae el rayo libera a los otros de esa posibilidad. Cuando la suerte buena o mala  te elige, involuntariamente zanjas en los tuyos el momento ser tocados por el mismo dedo índice.
Cuando recogimos a Romeo de la pequeña camada de tres sabíamos que dos tendrían un destino incierto. Que por el color de su pelaje, la suciedad o por desdén no irían a casa. Romeo crecería bajo mimos y veterinarios mientras ellos probablemente vivirían a base de basura pestilente o esperarían a ser comidos por sus primos. Tomamos la decisión y la carpeta se cerró.
Hace unos días un niño vecino tocó a la puerta, al abrir se presentó sujetando un gatito blanco y al mirarlo de cerca supe de inmediato de cual se trataba. Era su hermana, había crecido aun más que Romeo y tres meses después me la estaba presentando como Julieta. Era una “no elegida”, la perfectamente blanca, la robusta, la inmóvil  y estaba ciega.
“Caminaba calle abajo hacia la carretera y me dijo mi papá que a lo mejor usted la quería” me explicó sonriente, “¡es Julieta, su Julieta!” Con inocencia el niño trató de hacerme sonreir.
Como pude le recordé lo que ya sabía, que ya teníamos un minino y que no podía cuidar de otro en casa. Fui lo suficientemente fría como para repasar varias veces las dos cavidades hundidas del animal y percatarme del tono celeste y lechoso que sustituía ambos ojos. Me mostré ajena a la situación. Sorprendido por mi respuesta apresure la charla para cerrar la puerta. La tarde estaba soleada, Romeo estaba bien, P. no lloraba ante mi resolución y la duda sobre lo que habría sido de los gatitos se resolvía en parte. Volvió el control.
Julieta se arrastraba en la oscuridad, la seguía entre la maleza hasta desaparecer. La escena se repetían una y otra vez. Trataba de tocarla pero sólo conseguía ver su lomo y sus patas asirse al piso. Parecía aferrarse para no caer al cielo. Desperté.
Salí a buscarla por los alrededores en cuanto amaneció. Necesitaba verla de nuevo, me sentía culpable. El niño la había dejado en medio de la nada y allí debía estar. P. gritó al verla, la encontramos al lado de una instalación de luz en un terreno habitado cercano a la casa. Compartía la actitud de paz del ciego de crucero. Algo le pasa a uno cuando no puede mirar hacia el interior de los ciegos. No importa cuanto tiempo les mires, no podrás adivinarles nada.
Incapaz de poder ayudarla la abandoné por segunda vez dejándola en la más absoluta orfandad, con la diferencia que yo era conciente de ella. En la agenda del día no estaba escrito que la salvaría. Me levanté para alejarme de su mala suerte y P. me seguía en silencio.
Días después salíamos de la casa en nuestra camioneta y vimos a lo lejos, en la calle de terracería dos gatos, uno blanco y otro gris atigrado. Se quitaron de la calle para esconderse en la maleza. Eran Julieta y el segundo hermano. Paré la marcha y P. y yo vimos como giraban la cabeza con movimientos rápidos tratando de intuir lo que pasaba. Un gato adulto salió de un bote de basura y se adentró deprisa en el monte. Los pequeños siguieron el sonido. Ese día P. y yo confirmamos que vivían, que eran ciegos y que comían basura. Pensé en el último sobre de parrillada mixta de Romeo, su canasta, el sofá amarillo y su nuevo collar de cascabel.  A veces la suerte solo existe cuando miras hacia atrás.

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