lunes, 7 de febrero de 2011

Zeus



“Ángel de la guarda, dulce compañía no me desampares de día, del coche, del perro negro, los huesos de pollo y la noche fría”… Romeo.
            Todos tenemos un ángel al que no le conocemos el rostro, el cabello o las manitas tibias. Otros creen en las hadas o duendes que se esconden tras las escobas y roban el pan de la canasta. En el campo, las ayudas vienen en otros empaques. La de Romeo se llamaba Zeus y sus ojos todavía brillan junto al estanque.

El invierno continúa pero el sol no se esconde tras el frío. Aquella mañana era particularmente clara. Superado el letargo de domingo, salí al jardín y la luz me cegó los ojos.
A lo lejos la abuela revisaba cuidadosamente sus plantas y yo me dispuse a recoger los restos olvidados de una comida en la mesa del porche. Todo era calma, nada se movía. Romeo salió de un pequeño arbusto escapando de la gallina que lo seguía intentando alcanzarle la cola. Poco duró mi interés por aquel juego cuando una sombra negra y brillante cruzó fugazmente el jardín y los ojos de la abuela se cruzaron con los míos.
Sorprendidas por aquella figura dejamos nuestras tareas y nos acercamos al lugar donde desapareció la sombra. El silencio había detenido a los pájaros en vuelo, las nubes en las ventanas y a la gallina su persecución. La brillantez de aquella luz nos cegaba al hurgar entre las luces y sombras de la vieja cochera de sillar.
La abuela emitió un pequeñísimo grito -casi como un quejido- y encontré la pista en sus ojos. Mire hacia la misma dirección y descubrí unos enormes ojos amarillos que me miraban fijamente. Era el gato más hermoso que hubiera visto. Negro y lustroso, de pecho blanquísimo y enorme tamaño. Su pelo era largo, plumoso. Flotaba.
Su mirada en la mía duró una eternidad. Me encontré ligada por completo al ritmo de su parpadeo. Nadé por segundos interminables en un mar dorado lleno de brillos ámbar, de profundidad iluminada y respiré agitadamente al ver una bruja en aquel espejo de agua. Volví a tener diez años. Deseé que ese bello animal fuera mío. Lucharía por él contra mi madre, mis dioses, o el propio Tifón. Aquella visita no era para mi y parpadeé. El hechizo se rompió cuando la abuela intentó acercarse a la hermosa criatura.
Al sentirnos cerca se deslizó por debajo de la malla y desapareció camino arriba entre la hierba larga y crujiente. Impedidas de seguirlo lo vimos llegar a lo alto de la colina. Había en aquel sitio ruinas de otras épocas y ascendió majestuoso por una escalinata abandonada. Aquellos escalones no llevaban a ninguna parte, si acaso al Olimpo.
“Debe llamarse Zeus”, musité. La abuela se mostró complaciente con mi deducción y juntas le despedimos con una sonrisa de niñas. Éramos cómplices de aquella visión, cómplices aquella magia diurna e irrepetible. Antes de desaparecer, Zeus volteó hacia nosotras fijando en nuestros ojos una luz ambarina que permaneció aquella mañana en nuestras pupilas.
El silencio se rompió al escuchar los pasos del Sr. O espantando a Romeo. Corría tras él seguido por P. Estaban molestos por algo que yo no entendía. Zeus desapareció.
Romeo había intentado comer el huevo de la gallina sin suerte. Yo había olvidado cerrar la puerta y él había entrado hasta la cocina tomado parte del desayuno de P.
Zeus ya no estaba y defendí a Romeo. La vida era una bendición y no reprendería a mi pequeño por una travesura. Estaba creciendo y consideré natural que buscara emociones. Dudé un segundo en darle su desayuno, tal vez Zeus regresaría y podría verlo de nuevo…Deseaba tanto poder tocarlo. Romeo desayunó y Zeus desapareció para siempre. Querido Romeo ¿Son así todos los Dioses?

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